"Para mí, aunque quizás no tenga un objetivo concreto, la literatura y la expresión escrita posee mucho poder. Y si bien no sea un mecanismo para cambiar nada ni a nadie, al menos hace que tengas un mejor día y más llevadera la vida... que aquí en nuestra jodida Lima ya es mucho"

Hernán

jueves, 28 de febrero de 2008

Sonidos del más allá


Eran las diez de la noche y regresaba a la antigua casa de mi abuela en Breña después de haber pasado horas escuchando a un profesor en San Marcos que, a modo de martilleo incesante, nos repetía: la democracia es dialécticamente igual a la dictadura. Los nacionalismos inspiran esos arrebatos vengativos fortalecidos por aquella venenosa letra de la historia sujeta a fines totalmente personalistas. Yo lo escuchaba con cierta resignación académica y, por qué no decirlo, con la manía compulsiva de mirar el reloj cada diez segundos y pensar: a qué hora se calla este señor. Estoy de acuerdo, no creo en la democracia y menos en la dictadura, pero la voz del señor era insoportable.



El arma del proletariado es el conocimiento científico del marxismo-leninismo-maoísmo, lo demás es pura mierda capitalista. Su discurso me sonaba bastante conocido, como si en otras épocas, tal vez cuando era un primate y vivía mucho más civilizadamente, me hubiera topado con tremenda afirmación dictada fervientemente por otro sujeto como aquel profesor de mirada extraviada y a la vez iluminada en el salón amplio y verde de la Facultad de Derecho y Ciencia Política. Aquel sonido que formaban sus palabras juntas me daba la idea de estar escuchando a un espectro venido del sótano de la historia. Hubo un momento que, y sin proponérmelo, me quedé colgado mirando la ventana.


Afuera había una hermosa chica de cabellos crespos con una figura de éxtasis comprando, al parecer, unas separatas. La voz del profesor iba apagándose de a pocos por efecto de mi concentración tan morbosamente intensificada que iba escurriéndose entre aquellas curvas del delirio para terminar en sus delicadas manos que recibían las dichosas y anhelantes separatas. Su caminada era sensacional. Tenía ese andar típico de las pequeñas diosas en el Jardín de Eros cogiendo algún fruto para enamorar a cualquiera. Quién será esta chica, no debe ser de aquí, pensaba. Cuando en eso la voz del profesor se levantó como enardecida por algún afán de querer subrayar algo importante y, cuando miré su barbada y alucinada cara, me di cuenta que su dedo inquisidor me señalaba y dijo: a ver señor, haga un resumen de lo que he dicho en clase. Entonces cogí mis cosas, me levanté y respondí: pura mierda señor.


Me fui dejando un mar de risas que desembocaron en un qué cague de risa ese compare. Salí en busca de la pequeña diosa. No logré encontrarla en ninguna parte. Al parecer, y es casi noventa por ciento probable, no era de mi facultad por dos razones que saltan inmediatamente a la vista: era muy hermosa y porque en mi facultad no existen esos prototipos. En realidad es por una sola razón, pero quise plantear que eran dos para dejar bien en claro que en mi facultad la belleza no es precisamente lo que más pulula. Fui al kiosco de la innombrable y eterna señora de sonrisa amable. Digo innombrable porque nunca supe cual era su nombre. Compré un cigarrillo y un café bien negro. En aquellas épocas tenía la infame costumbre de fumar y beber café con cierta aspiración suicida.


Caminé por la rampa, di la vuelta en U y me encuentro con la pequeña diosa que iba subiendo la rampa. Me quedé observándola sin darme cuenta que el cigarrillo estaba casi totalmente hundido en mi café. La dulzura de su rostro me dejó helado, casi sin respiración, impregnado en su existencia de ángel que andaba impunemente dejando ese aroma encantado que desarrollaba el inevitable efecto de soñar, de fantasear, de querer arrebatarle un beso siquiera y luego morir de ser preciso. La seguí unos pasos con cautela para que no se de cuenta de mi enfermizo anhelo de solitario imposible. Hasta que entró a uno de los salones y cerro la puerta. Me quedé esperando hasta que termine su clase. Me senté en la banquita de madera que se encontraba justo al frente de su encantado salón y seguí leyendo mi novela. Recuerdo que estaba leyendo en ese entonces El amor en los tiempos del cólera, del increíble Gabo, sin saber que años más tarde la iba a ver en el cine y darme con la sorpresa que, aunque el film estuvo bueno, ya la hermosa novela de amor escrita por un convencido socialista terminaría siendo parte del repertorio Hollywodense. Devoraba las páginas con locura. Quiero aprender a tocar el violín, me dije.


Entonces la puerta del salón se abrió. Empezaron a salir los estudiantes, uno tras otro, uno tras otro, pero no salía la pequeña diosa. Hasta que el salón se quedó vacío y ni rastros de ella. Entonces vi mi reloj y ya eran cerca de las diez de la noche. Algo andaba mal sin duda. Mientras caminaba al paradero pensaba en las N posibilidades que me llevaron a ese rotundo fracaso. Tomé la combi con mi mano bien abierta y el cobrador me dijo: ya sube nomás chino, pero anda al fondo. La combi era una discoteca móvil. Las luces parpadeantes y de colores, el regetón a todo volumen y la apariencia del cobrador daban como resultado nuestra jodida ciudad. Baja Chávez… chaes baan tsss, pié derecho chino tsss, vaos tsss...


La discoteca móvil siguió su rumbo. Caminé la interminable calle fantasmal de Chávez mirando a todos lados, no por el miedo de que me robaran, sino con el anhelo de ver a alguien y no seguir sintiendo esa impresión de que alguien invisible me seguía los pasos muy de cerca justo detrás mió. Al fin llegué a la casa de mi abuela. Yo pasaba las noches solitario en dicha casa fantasmagórica de techo alto que, en alguna ocasión, se habían sentido gritos y pasos por el corredor que, no precisamente, habían sido sonidos reales, sino del más allá.


Me dispuse a ver un poco de televisión mientras cenaba lo que restaba en la olla. Pasaba de canal en canal sin decidirme que específicamente quería ver. Apagué la televisión apenas me vinieron las primeras cabeceadas fruto de la fatigada jornada que tuve aquella vez. No me acostumbraba a dormir con las luces apagadas ya que, aunque suene algo vergonzoso, le tenía miedo a la oscuridad, pero ojo, a la oscuridad de esa casa solamente. Así que fui a la cama. Hacía mucho frío, recuerdo. Ese agosto fue el más friolento de toda mi vida. Antes de quedarme completamente dormido, recuerdo, que pensaba en el rostro de aquella chica enigmática que vi en la facultad. Hasta que sonó el teléfono. ¿Quién podría ser si eran las tres de la mañana? Me levanté para contestar, pero el teléfono dejó de sonar. Cuando de pronto, por el pasadizo, el sonido de unos pasos llegando al umbral de la puerta que daba para el cuarto donde yo estaba se escuchaban cada vez más cerca. No sabía que hacer, me encontraba como preso en la cárcel imaginada por la presencia de aquel espectro que ya casi llegaba a la puerta. Yo grité un par de lisuras, y, al instante, aquellos pasos se detuvieron. No sabía si estaban cerca o si se habían desaparecido, o si todo ello era fruto de mi imaginación. Pero unos golpes fuertes en el techo me volvieron a esa inexplicable dimensión de los fantasmas a la hora de las brujas. Salí corriendo por el pasadizo sin importarme si veía algo extraño. Llegué a la puerta principal de la casa: puta madre, esta cerrada con llave. Me metí a la sala, cerré la puerta de madera apolillada, pero los golpes y los pasos seguían persistentes en su percusión de tormento. Pasaron casi dos horas, y los golpes y los pasos seguían allí, justo detrás de la puerta de madera apolillada.


Nunca había anhelado tanto la llegada de la mañana y su canto de gallo somnoliento, el sonido virgen de las aves matinales en aquellos árboles solitarios erigidos la misma cantidad de años que la cantidad de recuerdos escritos en su corazón sereno, pero la noche seguía persistente en la extensión de mis mayores miedos en aquella casa inmemorial de la abuela. Todo parecía estático, el reloj avanzaba lentamente como burlándose de mi temor y los murciélagos volaban por el techo gritando desesperadamente. Para esto yo había prendido la luz, el televisor, la radio, absolutamente todo aquello que emita algún tipo de sonido, porque hasta el fluorescente impartía un sonido de zancudo interminable. Sin darme cuenta me quedé dormido en la mesa. Cuando desperté tuve que apagar todo lo que había dejado prendido. Eran las siete de la mañana y las aves matinales le cantaban al alba legañosa de nuestro cielo limeño. Un día más de agosto, un día más de frío y soledad. Tenía clases en la universidad a las ocho de la mañana, así que salí cueteado.


Aun somnoliento, con las ideas borrosas por la mala noche y con el cuerpo al ritmo aún de mis temores, tenía ganas de ir a escuchar aquella clase. Cuando entré a la clase me di con la sorpresa que, justo delante, en una de las primeras carpetas, se encontraba la pequeña diosa observando al profesor con la ávida mirada de querer aprender todo el conocimiento existente en el mundo, a diferencia de mí que todo lo que quería en el mundo era el nombre de ese ser encantador. Me senté a dos carpetas de ella, y empezaba a mirarla: ojos negros, cabellos crespos, expresión dulce, delgada, sí, era ella, definitivamente. Cuando terminó la clase me dispuse a preguntarle su nombre, qué tal le había parecido la clase, qué opinaba de la democracia representativa, qué le parecía la tesis weberianas en cuanto a la organización pública, qué haría más tarde, si le gustaba el cine, etc. Entonces me acerqué convencido, con las palabras precisas en la mente y las manos controladas para que no se me note el nerviosismo. Cuando estuve muy cerca de ella, ella me dijo: yo te conozco. Cómo dices, le respondí. Perdí la concentración, las palabras memorizadas se me olvidaron de repente y mis manos empezaron a temblar. Ella me seguía hablando: sí, tú eres el chico del 248, te vi una vez cuando expusiste en la clase de Ñique. Yo me quedé perplejo, ya que nunca había llevado un curso con Ñique, pero le respondí: también llevas con Ñique, que tal si tomamos un café. Ella aceptó, y me olvidé de los fantasmas. Luego, como era obvio, se dio cuenta que no era yo aquel muchacho de la brillante exposición en la clase de Ñique, pero le gustó más mi apariencia a desinterés. Además, como le dije, en una clase con Ñique, cualquier improvisado aprendiz de los manuales es brillante. Yo, aquel día, la pasé muy bien con la pequeña diosa y le conté mi historia con los fantasmas. Ella, por cierto, se enamoró de mí.

domingo, 24 de febrero de 2008

Gangs of Water Box


No soy de Lima, y quizás sea uno de esos provincianos nostálgicos que creen que todo tiempo pasado fue mejor y que las costumbres de su pequeño pueblo eran mucho más sanas que las que uno presencia en la ciudad capital, al menos en el populoso distrito (que quiere ser provincia) de San Juan de Lurigancho y en su escape obligatorio: El Rímac. Puede que sea una visión miope de las cosas. Más o menos así: "Recuerdo que cuando yo era niño los carnavales eran solamente tirarse agua salvajemente desde las ventanas o las azoteas o ir por ahí con las manos embarradas de betún, pintura, talco y manchar a las chicas que pasaban, y de yapa que te ganabas alguito. ¡Oh, qué bellas épocas!".

Febrero es uno de los meses más calurosos del año. Más aún en una ciudad hacinada y mal gastada como Lima. Salir los domingos para cualquiera que no comparta el carnaval es un suplicio, así que era mejor quedarse en casa trabajando. Y aquí en Caja de Agua, lo he visto pasar ya durante tres semanas seguidas los muchachos del barrio creen que jugar los carnavales es formar dos bandos (a lo Pandillas de Nueva York), quitarse los polos, y atacar al otro grupo contrario, tan desnudo, pintarrajeado, sucio y salvaje como el otro, en plena vía pública y frente a mi casa.

La pregunta es ¿por qué? Ahora trabajaba tranquilo, pensando que ya con que las veces pasadas haya pasado la policía espantando a la muchachada había bastado para al menor simular que se vive en un barrio calmado, y de pronto, el primer alarido, la corrida en tropel y la conchasumadreada generosa... ¡Canta, oh pélida, la cólera del piraña enardecido! Empezaron a atacarse, bajando desde la zona alta de la urbanización hasta la altura de mi casa, que es la salida de toda la cloaca, desnudos, embarrados, etc., etc., con los polos enrollados, hechos nudo en un extremo humedecido (supongo que con agua) o untado de pintura o talco (o cal, ya ni sé), con el que golpeaban, griegos a troyanos, kantianos a hegelianos, vargasllosianos contra garcimarquecinos... estos muchachos se toman las peleas doctrinarias muy en serio.

Un mendigo loco en la calle, inmovilizado por la pelea épica simulaba quizás ser un Homero degenerado. Y pasó la polícía, y huyeron, y volvieron y siguieron. hasta que los que se ubicaban en la parte más pegada a la avenida Próceres de la Independencia cojieron a uno que arrastraron unos metros mientra un station wagon casi los atropella a todos. Más tarde un mototaxi arrolló a uno de ellos. Lo más sorprendente es la actitud de los vecinos, que, quizás acostumbrados a este tipo de espectáculo, o quizás creyendo que es una manifestación cultural de la subcultura Caja de Agua, solo miraban, incluso desde sus ventanas, me incluyo. Solo una madre, que reconocío a su hijo en medio del jolgorio, empezó a carajearlos como se debe.

–¡Christian, no tomes fotos! ¡No te metas!

En el fondo, la preocupación de mi familia es (en esta parte del globo) tristemente racional: si no te metes con ellos, ellos no se meten contigo, es decir, podrás seguir llegando tarde a casa sin que te asalten, podrás dormir con la ventana abierta sin que te salten las lunas rotas al rostro, podrás traer a tu flaca sin que la espanten.

Esa es la sociedad que nos rodea, en la parte más populosa de Lima. Hace unos días vi un reportaje en la televisión donde se mencionó que la policía incluso había empezado a detener personas que jugaban salvajemetne el carnaval y que molestan a los transeúntes. La mayoría de las imágenes no eran precisamente de SJL, sino más bien del Rímac, ruta obligada de todos los que vivimos aquí y tenemos que salir a trabajar por ahí. No hablemos del pésimo estado de las pistas de ese distrito, solo del gran peligro que significa estar en un bus, en una combi, a pie o como sea al mediodía, en el cruce de las avenida Prolongación Tacna y Francisco Pizarro.

Regreso a mi nostalgia provinciana (con el respeto de un tal Cachuca, artista caldodegallinecero) cuadno recuerdo esa parte del reportaje donde se mencionaba la sana forma de cómo se celebra el carnaval en Lurín, entonces pienso que tan equivocado no estoy. ¿Por qué permitimos estas cosas? Sin mencionar que gastar así el agua me parece incorrecto, se demuestra con esto que nuestor nivel cultural ha dado una peligrosa curva descendiente que nos ubica muy cerca al primitivismo. Si hay una manera de salvar la ciudad, es salvándola de este tipo de espectáculos. ¿O solo esto pasa en Caja de Agua? No: el salvajismo se convirtió en sinónimo de carnaval, la matachola nos condena. Y mi nostalgia me engaña: los desmanes han sido parte del carnaval siempre.

Voz en off (lo tomo de la página de la Munipalidad Metropolitana de Lima): "En la década de 1920 bajo un discurso modernizador se renovaron las fiestas de los carnavales. Se había criticado constantemente a esta fiesta por sus 'celebraciones violentas que atentaban contra las buenas costumbres' incluso se mencionaba que el Carnaval de Lima se encontraba en una etapa de 'decadencia'. En 1923 la Municipalidad de Lima reorganizó el Carnaval, durante tres días se realizaron corsos multicolores, bailes y retretas. Se reprimió el juego con agua siendo reemplazado por las serpentinas y chisguetes, en fin, Lima se convertía en una fiesta general. El Municipio encargó la filmación de la película del antes y el después de la fiesta a una compañía norteamericana..."

En fin, mientras seguiré siendo un neoyorquino más de las Cinco Esquinas.


Cuando las hordas se van, la calma vuelve

Fuente de la foto en sepia: Biblioteca de la Munipalidad de Lima

No vamos a ver Rambo

En un taxi S., E. y yo, además del taxista de camisa hawaiana, claro, nos dirigíamos hacia el aeropuerto. Para ir, tuvimos que ir por Bertello y Tingo María, para no toparnos con la bombardeada avenida Venezuela, ni con la destrozada avenida Colonial. A la mitad de la ruta nos dijimos que la persona a la que buscábamos allá en el aeropuerto (que queda en la av. Faucett, muchas obras después de donde estábamos) era muy probable que no estuviera. Nos fuimos mejor al cine.

–Ah, van a ver Rambo –dijo entusiasmado el taxista.

Nos reímos, antes de renegar por el bache que nos aplastó las espaldas, la frenada para evitar la coaster que nos enviaría a la otra y la puteada gratuita a la mitad de la avenida. Los agujeros están por todos lados, las obras de Castañeda también. Tomemos nota: Plaza Grau, Paseo de los Héroes, av. Próceres de la Independencia en SJL, Habich, Venezuela, Colonial, Paseo Colón, solo menciono con las que siempre me topo.

–No, señor, no vamos a ver Rambo.
–Espero que lleguemos a ver No country for old men.
–¿Esa es con Rambo también?

Bache, taxista puteando, y acordándose de Castañeda.

No está nada mal que nuestra ciudad mejore, pero, que esas mejoras nos molesten... he ahí un contrasentido. Sin el menor atino cierran avenida, no planifican bien las rutas alternas, mueven congestionamientos de un lugar a otro. Nos matan lentamente, en mi caso, creo, de cirrosis.

Ahora se anuncia que se iniciará la recuperación de la José Granda, desde el tramo entre Begonias y Universitaria. Pobre gente, no creo que vaya al Coño Norte en un buen tiempo. Qué pena. Castañeda, deja de matarnos.

Estás muerto


Hoy, durante el día, tuve una sensación de fastidio incontrolable. Hubiera preferido no haber salido nunca de mi casa y haber evitado aquellas miradas rudas y fruncidas de la urbe cataclísmica del medio día. El sol, tal cual un ojo ardiendo a millones años de distancia, calcinaba las últimas ideas claras y positivas que me restaban. "Hay que tener coraje para enfrentar este demonio todos los días", decía el señor que reparte los periódicos todas las mañanas observando, con cierta vocación de relojero, las monedas que le di por dicho diario. Pues sí, hay que tener una creciente vocación de miseria para vivir feliz en esta ciudad. Hoy me sentí gris, sorprendido por la mediocridad a plena luz del fuego hasta sentirme, como habitualmente, una partícula más de una gran masa informe venida de alguna irónica certeza de la historia. Las paredes descascaradas me daban la impresión de andar entre libros viejos, entre cavernas del tiempo del primate civilizado, o entre asteroides desolados que en realidad fueron parte del mundo de otras vidas. Caminaba por la cuadra uno del jirón Azángaro y divisaba los barrocos contornos del palacio de gobierno y pensé: la puta, que jodido calor. Crucé la pista y me compré una coca-cola helada en una tiendita acogedora donde atendían dos mujeres jóvenes: una muy hermosa y la otra muy buena gente. Presentía que iba a ocurrir algo inimaginable, sorprendente, pero sólo fue una sensación pasajera fruto de mi propia confusión. Ya en la Catedral Zavalita me decía: Lima esta jodida. Cuando pienso en mi ciudad y cierro los ojos, inevitablemente, me viene la imagen de una pista con cráteres y sujetos del color del plomo parados en las esquinas extendiendo un balde sucio para recibir alguna moneda feliz lanzada desde los carros. Mi silencioso camino de reflexión fue interrumpido por la agudísima voz de gorrión de la señorita buena gente. Los dos soles que me debe, me dijo. Le pagué y seguí caminando por Junín y luego por la plaza mayor. Me acerqué a la pileta y me di cuenta que en ella estaba grabado mi apellido materno: Sarmiento. Mi apellido en la plaza mayor de Lima y yo la sombra kafkiana del solitario aroma a fracaso. Pensé: esto es una maldición. Pero, cuando di la vuelta, observé que me encontraba solo. El último sonido de aleteo de alguna paloma se perdía entre las paredes que daban a la calle de la bandera. No había absolutamente nadie. Las calles solitarias y silenciosas parecían contemplar impávidas mi perplejo rostro que iba entre el asombro y el miedo. Caminé por los jirones comerciales y las tiendas estaban cerradas. Ya no había esos sonidos a tráfico de medio día, ni esa insoportable disonancia de los transeúntes enloquecidos y agobiados por el tórrido verano inspirado por el Niño. Me encontré solo, realmente solo. Empecé a gritar para ver si alguien podía escucharme, si alguien podía darme razón de aquel hecho tan impresionante. Es imposible, pensé. Me senté en una de las bancas de piedra de la plaza y prendí un cigarrillo. Cuando en eso, al voltear el rostro para mirar la Catedral de Lima, en las escaleras se encontraba una niña que no pasaba de los diez años de edad. La niña estaba vestida con un traje de encajes color celeste y unos zapatos de charol que brillaban al reflejo del sol. Caminé hacía ella. Cuando estuve a un metro de ella le pregunté de donde era y que si sabía algo sobre todo esto. La niña me miraba sin inquietud, con ojos sabios que iban estudiando cada gesticulación mía, cada movimiento, cada respiración agitada que daba por saberme inmerso en algo tan incomprensible. La niña seguía mirándome sin detener sus sabios ojos que iban registrando cada detalle de mi rostro, de mi ropa. Yo le pregunté nuevamente: quien eres y qué esta pasando. La niña, casi al borde del final de la última palabra pronunciada por mí, respondió: estás muerto. No, es imposible, le dije, cómo iba a estar muerto si me encuentro de pie y fumando. Y otra vez, estás muerto. La situación empezó a aturdirme sobremanera, mis manos empezaron a temblar fuertemente y una inevitable sensación de querer llorar me vino derrepente. Caminé unos pasos como perdido, sin encontrar el hilo de una posible explicación a todo esto. Mi temor incrementó más cuando me di cuenta que la niña ya no se encontraba sentada en las gradas. Estoy muerto, me decía. Me rehusaba a asumir mi estado de fallecido. Cuando, de pronto, el sonido de los carros empezó nuevamente a llenar ese vacío insoportable de la desolación, las voces de la gente atropellándose hasta configurar el ritmo decadente y ensordecedor de la urbe en movimiento, las tiendas abiertas seguían con su negocio de ofertas y el sol empezó a quemar más fuerte que antes. Me sentí aliviado de sentir nuevamente el giro incansable de la historia y de sus instituciones decadentes, de volver a sentirme parte de todo y a la vez absolutamente de nada. Empecé a caminar, a toparme con la gente, a saludar a al gente y a gritar. Pero nadie me hacía caso, nadie reparaba de mí ni de mis gritos ni movimientos. Por más que me topaba con la gente y trataba de empujarlos era imposible. Y la niña, nuevamente, me quedó mirando con sus ojos inmensos y penetrantes, sabios y profundos, y me sonrió. Realmente estaba muerto.

Poesía de acantilado


Te quiero…

Cinabrio atardecer…
Te quiero
Limonera plebeya
Sangre de balcón
Guitarra de hueso enmudecido
Rosa perfumada por el delirio
Te quiero
Atenea de barro
Sol de ventana
Verso ciclópeo en la nube lerda
Beso enamorado en los pasillos
Te quiero
Mujer de madera
Carpeta de ilusiones
Silenciada luz del madrigal
Luciérnaga de mi vía láctea personal
Te quiero
Vocecilla de gorrión
Paloma duenda
Vestido de verano al viento
Zapatitos de charol cuando sueñas
Te quiero
Palabra intensa
Sonrisa inquieta
Desvelada noche de poesía
Universo de papel cuadriculado
Te quiero
Paloma duenda
Mujer de madera
Atenea de barro
Limonera plebeya.

Versión de Reo Libre

Cuando hable con Hernán para hacer este blog se lo comenté a él justamente porque está tan jodido de la tutuma como yo. Además es el único al que encuentro en el Messenger a estas horas con la suficiente cantidad de neuronas prendidas. Así nació el Claroscuro limeño, entre corridas de pirañas en Caja de Agua, cantos de gallo en la cuadra 16 de Las Flores y trabajos nocturnos en la computadora.

Es un espacio en el cual podríamos expresarnos de una forma en la que quizás no pueda hacerlo en el otro blog, pues el otro es más pustulante, ahí vuelco todo lo que me hace añicos el corazón. Aquí pretendo por el contrario parecer inteligente, contagiar a alguien de alguna lepra mental para que se pique, comente, nos mente a la madre, y luego tomarnos unas chelas de ser preciso.

Sí, puedo parecer inteligente, mucho más si no duermo más de 30 horas seguidas. Nuestor propósito es quemarnos el hígado y el cerebro, "croniquear" Lima, llenarla de estampitas como álbum de Kiko, hacerla un poco más personal.

Lo intentaré en fa menor sostenido

Si vas al cine...

Procura que no estés en un horario donde solo te encuentres con parejas que antes de irse al telo fueron a ver lo que había en la última función, donde usualmente no hay comedia romanticona ni mamotreto hollywoodense, sino, posiblemente, alguna película de los hermanos Coen o quizás There Will Be Blood. O sea, alguna película que los obligue a pensar. Eso claro, si es que te incomoda mucho las sesudas opiniones de alguna desdichada fémina que solo está relojeando y no le pone ni una pizca de atención a lo que ve.

Claro que si todo eso te importa un pito, déjalo ser. Total, tú fuiste a ver buen cine... no a hacer hora para ir al telúrico.

A modo de presentación del Claroscuro limeño

La idea de este blog es simplemente crear un pequeño espacio virtual para propagar la peste del librepensamiento con la tinta de nuestras huellas digitales y con la rima de nuestras propias elucubraciones, naturalmente, sin sentido. Pensar en la mixtura de nuestra ciudad nos lleva, inevitablemente, a la certeza de que vivimos en el claroscuro cotidiano del fracaso y del higadito humeante de vaho contaminado en las esquinas de nuestra perentoria realidad limeña. La oda fraterna de los inimaginables pero existentes seres del sector oscuro de nuestra ciudad de reyes arlequines son, justamente, la masa persistente y agobiada por la lluvia de ácido bórico lanzada desde los puentes: el loco bajo su propio silencio de alucinante sueño sobre rieles, el pequeño harapiento que guarda los carritos de la mazamorra y el arroz zambito de la Alameda Chabuca Granda, el burócrata del papel somnoliento caducado hace miles de años, el olvidado balcón colonial pintado los veintiochos de julios, el presidente elegido por la trampa de la democracia endeble, el corruptor y el corrompido ladrón de pan negro, las institucionalidad de la intolerancia y la pendejada, la viveza criolla a flor de piel, la espeluznante cara de la historia y la fábula cabalgante del zorro de abajo orinándose en las paredes del sueño arguediano. Vallejo calla su pluma y muere en París bajo la garúa del jueves nostálgico fenecido en los claroscuros nubarrones de sus heraldos y de sus dados eternos. Este es un espacio virtual, para caer en esa jerga cibernética y postmoderna, que sirve para hacerte pensar un poco sobre aquellas cosas que ves diariamente sin amor al caminar respirando ese aire denso de la incertidumbre. Leamos juntos, entonces, nuestra historia, nuestra literatura, nuestra poesía, nuestra política, nuestra cultura en general. No hay otro objetivo, no se pretende construir nada, ni tampoco proponer nada, sólo pensar un poco nuestra realidad usando palabras escritas en español que juntas puedan darte la idea de un espejo.