"Para mí, aunque quizás no tenga un objetivo concreto, la literatura y la expresión escrita posee mucho poder. Y si bien no sea un mecanismo para cambiar nada ni a nadie, al menos hace que tengas un mejor día y más llevadera la vida... que aquí en nuestra jodida Lima ya es mucho"

Hernán

domingo, 24 de febrero de 2008

Estás muerto


Hoy, durante el día, tuve una sensación de fastidio incontrolable. Hubiera preferido no haber salido nunca de mi casa y haber evitado aquellas miradas rudas y fruncidas de la urbe cataclísmica del medio día. El sol, tal cual un ojo ardiendo a millones años de distancia, calcinaba las últimas ideas claras y positivas que me restaban. "Hay que tener coraje para enfrentar este demonio todos los días", decía el señor que reparte los periódicos todas las mañanas observando, con cierta vocación de relojero, las monedas que le di por dicho diario. Pues sí, hay que tener una creciente vocación de miseria para vivir feliz en esta ciudad. Hoy me sentí gris, sorprendido por la mediocridad a plena luz del fuego hasta sentirme, como habitualmente, una partícula más de una gran masa informe venida de alguna irónica certeza de la historia. Las paredes descascaradas me daban la impresión de andar entre libros viejos, entre cavernas del tiempo del primate civilizado, o entre asteroides desolados que en realidad fueron parte del mundo de otras vidas. Caminaba por la cuadra uno del jirón Azángaro y divisaba los barrocos contornos del palacio de gobierno y pensé: la puta, que jodido calor. Crucé la pista y me compré una coca-cola helada en una tiendita acogedora donde atendían dos mujeres jóvenes: una muy hermosa y la otra muy buena gente. Presentía que iba a ocurrir algo inimaginable, sorprendente, pero sólo fue una sensación pasajera fruto de mi propia confusión. Ya en la Catedral Zavalita me decía: Lima esta jodida. Cuando pienso en mi ciudad y cierro los ojos, inevitablemente, me viene la imagen de una pista con cráteres y sujetos del color del plomo parados en las esquinas extendiendo un balde sucio para recibir alguna moneda feliz lanzada desde los carros. Mi silencioso camino de reflexión fue interrumpido por la agudísima voz de gorrión de la señorita buena gente. Los dos soles que me debe, me dijo. Le pagué y seguí caminando por Junín y luego por la plaza mayor. Me acerqué a la pileta y me di cuenta que en ella estaba grabado mi apellido materno: Sarmiento. Mi apellido en la plaza mayor de Lima y yo la sombra kafkiana del solitario aroma a fracaso. Pensé: esto es una maldición. Pero, cuando di la vuelta, observé que me encontraba solo. El último sonido de aleteo de alguna paloma se perdía entre las paredes que daban a la calle de la bandera. No había absolutamente nadie. Las calles solitarias y silenciosas parecían contemplar impávidas mi perplejo rostro que iba entre el asombro y el miedo. Caminé por los jirones comerciales y las tiendas estaban cerradas. Ya no había esos sonidos a tráfico de medio día, ni esa insoportable disonancia de los transeúntes enloquecidos y agobiados por el tórrido verano inspirado por el Niño. Me encontré solo, realmente solo. Empecé a gritar para ver si alguien podía escucharme, si alguien podía darme razón de aquel hecho tan impresionante. Es imposible, pensé. Me senté en una de las bancas de piedra de la plaza y prendí un cigarrillo. Cuando en eso, al voltear el rostro para mirar la Catedral de Lima, en las escaleras se encontraba una niña que no pasaba de los diez años de edad. La niña estaba vestida con un traje de encajes color celeste y unos zapatos de charol que brillaban al reflejo del sol. Caminé hacía ella. Cuando estuve a un metro de ella le pregunté de donde era y que si sabía algo sobre todo esto. La niña me miraba sin inquietud, con ojos sabios que iban estudiando cada gesticulación mía, cada movimiento, cada respiración agitada que daba por saberme inmerso en algo tan incomprensible. La niña seguía mirándome sin detener sus sabios ojos que iban registrando cada detalle de mi rostro, de mi ropa. Yo le pregunté nuevamente: quien eres y qué esta pasando. La niña, casi al borde del final de la última palabra pronunciada por mí, respondió: estás muerto. No, es imposible, le dije, cómo iba a estar muerto si me encuentro de pie y fumando. Y otra vez, estás muerto. La situación empezó a aturdirme sobremanera, mis manos empezaron a temblar fuertemente y una inevitable sensación de querer llorar me vino derrepente. Caminé unos pasos como perdido, sin encontrar el hilo de una posible explicación a todo esto. Mi temor incrementó más cuando me di cuenta que la niña ya no se encontraba sentada en las gradas. Estoy muerto, me decía. Me rehusaba a asumir mi estado de fallecido. Cuando, de pronto, el sonido de los carros empezó nuevamente a llenar ese vacío insoportable de la desolación, las voces de la gente atropellándose hasta configurar el ritmo decadente y ensordecedor de la urbe en movimiento, las tiendas abiertas seguían con su negocio de ofertas y el sol empezó a quemar más fuerte que antes. Me sentí aliviado de sentir nuevamente el giro incansable de la historia y de sus instituciones decadentes, de volver a sentirme parte de todo y a la vez absolutamente de nada. Empecé a caminar, a toparme con la gente, a saludar a al gente y a gritar. Pero nadie me hacía caso, nadie reparaba de mí ni de mis gritos ni movimientos. Por más que me topaba con la gente y trataba de empujarlos era imposible. Y la niña, nuevamente, me quedó mirando con sus ojos inmensos y penetrantes, sabios y profundos, y me sonrió. Realmente estaba muerto.

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