Eran las diez de la noche y regresaba a la antigua casa de mi abuela en Breña después de haber pasado horas escuchando a un profesor en San Marcos que, a modo de martilleo incesante, nos repetía: la democracia es dialécticamente igual a la dictadura. Los nacionalismos inspiran esos arrebatos vengativos fortalecidos por aquella venenosa letra de la historia sujeta a fines totalmente personalistas. Yo lo escuchaba con cierta resignación académica y, por qué no decirlo, con la manía compulsiva de mirar el reloj cada diez segundos y pensar: a qué hora se calla este señor. Estoy de acuerdo, no creo en la democracia y menos en la dictadura, pero la voz del señor era insoportable.
El arma del proletariado es el conocimiento científico del marxismo-leninismo-maoísmo, lo demás es pura mierda capitalista. Su discurso me sonaba bastante conocido, como si en otras épocas, tal vez cuando era un primate y vivía mucho más civilizadamente, me hubiera topado con tremenda afirmación dictada fervientemente por otro sujeto como aquel profesor de mirada extraviada y a la vez iluminada en el salón amplio y verde de la Facultad de Derecho y Ciencia Política. Aquel sonido que formaban sus palabras juntas me daba la idea de estar escuchando a un espectro venido del sótano de la historia. Hubo un momento que, y sin proponérmelo, me quedé colgado mirando la ventana.
Afuera había una hermosa chica de cabellos crespos con una figura de éxtasis comprando, al parecer, unas separatas. La voz del profesor iba apagándose de a pocos por efecto de mi concentración tan morbosamente intensificada que iba escurriéndose entre aquellas curvas del delirio para terminar en sus delicadas manos que recibían las dichosas y anhelantes separatas. Su caminada era sensacional. Tenía ese andar típico de las pequeñas diosas en el Jardín de Eros cogiendo algún fruto para enamorar a cualquiera. Quién será esta chica, no debe ser de aquí, pensaba. Cuando en eso la voz del profesor se levantó como enardecida por algún afán de querer subrayar algo importante y, cuando miré su barbada y alucinada cara, me di cuenta que su dedo inquisidor me señalaba y dijo: a ver señor, haga un resumen de lo que he dicho en clase. Entonces cogí mis cosas, me levanté y respondí: pura mierda señor.
Me fui dejando un mar de risas que desembocaron en un qué cague de risa ese compare. Salí en busca de la pequeña diosa. No logré encontrarla en ninguna parte. Al parecer, y es casi noventa por ciento probable, no era de mi facultad por dos razones que saltan inmediatamente a la vista: era muy hermosa y porque en mi facultad no existen esos prototipos. En realidad es por una sola razón, pero quise plantear que eran dos para dejar bien en claro que en mi facultad la belleza no es precisamente lo que más pulula. Fui al kiosco de la innombrable y eterna señora de sonrisa amable. Digo innombrable porque nunca supe cual era su nombre. Compré un cigarrillo y un café bien negro. En aquellas épocas tenía la infame costumbre de fumar y beber café con cierta aspiración suicida.
Caminé por la rampa, di la vuelta en U y me encuentro con la pequeña diosa que iba subiendo la rampa. Me quedé observándola sin darme cuenta que el cigarrillo estaba casi totalmente hundido en mi café. La dulzura de su rostro me dejó helado, casi sin respiración, impregnado en su existencia de ángel que andaba impunemente dejando ese aroma encantado que desarrollaba el inevitable efecto de soñar, de fantasear, de querer arrebatarle un beso siquiera y luego morir de ser preciso. La seguí unos pasos con cautela para que no se de cuenta de mi enfermizo anhelo de solitario imposible. Hasta que entró a uno de los salones y cerro la puerta. Me quedé esperando hasta que termine su clase. Me senté en la banquita de madera que se encontraba justo al frente de su encantado salón y seguí leyendo mi novela. Recuerdo que estaba leyendo en ese entonces El amor en los tiempos del cólera, del increíble Gabo, sin saber que años más tarde la iba a ver en el cine y darme con la sorpresa que, aunque el film estuvo bueno, ya la hermosa novela de amor escrita por un convencido socialista terminaría siendo parte del repertorio Hollywodense. Devoraba las páginas con locura. Quiero aprender a tocar el violín, me dije.
Entonces la puerta del salón se abrió. Empezaron a salir los estudiantes, uno tras otro, uno tras otro, pero no salía la pequeña diosa. Hasta que el salón se quedó vacío y ni rastros de ella. Entonces vi mi reloj y ya eran cerca de las diez de la noche. Algo andaba mal sin duda. Mientras caminaba al paradero pensaba en las N posibilidades que me llevaron a ese rotundo fracaso. Tomé la combi con mi mano bien abierta y el cobrador me dijo: ya sube nomás chino, pero anda al fondo. La combi era una discoteca móvil. Las luces parpadeantes y de colores, el regetón a todo volumen y la apariencia del cobrador daban como resultado nuestra jodida ciudad. Baja Chávez… chaes baan tsss, pié derecho chino tsss, vaos tsss...
La discoteca móvil siguió su rumbo. Caminé la interminable calle fantasmal de Chávez mirando a todos lados, no por el miedo de que me robaran, sino con el anhelo de ver a alguien y no seguir sintiendo esa impresión de que alguien invisible me seguía los pasos muy de cerca justo detrás mió. Al fin llegué a la casa de mi abuela. Yo pasaba las noches solitario en dicha casa fantasmagórica de techo alto que, en alguna ocasión, se habían sentido gritos y pasos por el corredor que, no precisamente, habían sido sonidos reales, sino del más allá.
Me dispuse a ver un poco de televisión mientras cenaba lo que restaba en la olla. Pasaba de canal en canal sin decidirme que específicamente quería ver. Apagué la televisión apenas me vinieron las primeras cabeceadas fruto de la fatigada jornada que tuve aquella vez. No me acostumbraba a dormir con las luces apagadas ya que, aunque suene algo vergonzoso, le tenía miedo a la oscuridad, pero ojo, a la oscuridad de esa casa solamente. Así que fui a la cama. Hacía mucho frío, recuerdo. Ese agosto fue el más friolento de toda mi vida. Antes de quedarme completamente dormido, recuerdo, que pensaba en el rostro de aquella chica enigmática que vi en la facultad. Hasta que sonó el teléfono. ¿Quién podría ser si eran las tres de la mañana? Me levanté para contestar, pero el teléfono dejó de sonar. Cuando de pronto, por el pasadizo, el sonido de unos pasos llegando al umbral de la puerta que daba para el cuarto donde yo estaba se escuchaban cada vez más cerca. No sabía que hacer, me encontraba como preso en la cárcel imaginada por la presencia de aquel espectro que ya casi llegaba a la puerta. Yo grité un par de lisuras, y, al instante, aquellos pasos se detuvieron. No sabía si estaban cerca o si se habían desaparecido, o si todo ello era fruto de mi imaginación. Pero unos golpes fuertes en el techo me volvieron a esa inexplicable dimensión de los fantasmas a la hora de las brujas. Salí corriendo por el pasadizo sin importarme si veía algo extraño. Llegué a la puerta principal de la casa: puta madre, esta cerrada con llave. Me metí a la sala, cerré la puerta de madera apolillada, pero los golpes y los pasos seguían persistentes en su percusión de tormento. Pasaron casi dos horas, y los golpes y los pasos seguían allí, justo detrás de la puerta de madera apolillada.
Nunca había anhelado tanto la llegada de la mañana y su canto de gallo somnoliento, el sonido virgen de las aves matinales en aquellos árboles solitarios erigidos la misma cantidad de años que la cantidad de recuerdos escritos en su corazón sereno, pero la noche seguía persistente en la extensión de mis mayores miedos en aquella casa inmemorial de la abuela. Todo parecía estático, el reloj avanzaba lentamente como burlándose de mi temor y los murciélagos volaban por el techo gritando desesperadamente. Para esto yo había prendido la luz, el televisor, la radio, absolutamente todo aquello que emita algún tipo de sonido, porque hasta el fluorescente impartía un sonido de zancudo interminable. Sin darme cuenta me quedé dormido en la mesa. Cuando desperté tuve que apagar todo lo que había dejado prendido. Eran las siete de la mañana y las aves matinales le cantaban al alba legañosa de nuestro cielo limeño. Un día más de agosto, un día más de frío y soledad. Tenía clases en la universidad a las ocho de la mañana, así que salí cueteado.
Aun somnoliento, con las ideas borrosas por la mala noche y con el cuerpo al ritmo aún de mis temores, tenía ganas de ir a escuchar aquella clase. Cuando entré a la clase me di con la sorpresa que, justo delante, en una de las primeras carpetas, se encontraba la pequeña diosa observando al profesor con la ávida mirada de querer aprender todo el conocimiento existente en el mundo, a diferencia de mí que todo lo que quería en el mundo era el nombre de ese ser encantador. Me senté a dos carpetas de ella, y empezaba a mirarla: ojos negros, cabellos crespos, expresión dulce, delgada, sí, era ella, definitivamente. Cuando terminó la clase me dispuse a preguntarle su nombre, qué tal le había parecido la clase, qué opinaba de la democracia representativa, qué le parecía la tesis weberianas en cuanto a la organización pública, qué haría más tarde, si le gustaba el cine, etc. Entonces me acerqué convencido, con las palabras precisas en la mente y las manos controladas para que no se me note el nerviosismo. Cuando estuve muy cerca de ella, ella me dijo: yo te conozco. Cómo dices, le respondí. Perdí la concentración, las palabras memorizadas se me olvidaron de repente y mis manos empezaron a temblar. Ella me seguía hablando: sí, tú eres el chico del 248, te vi una vez cuando expusiste en la clase de Ñique. Yo me quedé perplejo, ya que nunca había llevado un curso con Ñique, pero le respondí: también llevas con Ñique, que tal si tomamos un café. Ella aceptó, y me olvidé de los fantasmas. Luego, como era obvio, se dio cuenta que no era yo aquel muchacho de la brillante exposición en la clase de Ñique, pero le gustó más mi apariencia a desinterés. Además, como le dije, en una clase con Ñique, cualquier improvisado aprendiz de los manuales es brillante. Yo, aquel día, la pasé muy bien con la pequeña diosa y le conté mi historia con los fantasmas. Ella, por cierto, se enamoró de mí.